El último capítulo
El último capítulo
El hombre se derrumbó en la última palabra sobre el ordenador portátil. La muerte lo había sorprendido en la página doscientos once, en un capítulo puente, de esos que se usan de relleno para acaparar palabras y texto que oculte el malvado designio del escribidor. No pudo siquiera exhalar un adiós a las letras recién escritas, que lo miraban inertes sin vida igualados manuscrito y autor en un postrero abrazo. La cabeza había golpeado sin pudor el tablero de la portátil con un rotundo estremecimiento sonoro; la nariz había marcado la Ñ varias veces antes de dejar de respirar. “CaÑÑÑ” fue el adiós literario, había pensado fracciones de segundos antes de sucumbir en un viaje al Canadá.
Nadie se ocupó de llamarlo. El agente literario sabía que se encontraba empantanado en una etapa de crisis creadora; en realidad ni tenía final, ni sabía cómo lidiar con el segundo toro de la tarde, el que comienza en la página doscientos y se prolonga, como una tortura china, hasta la trescientos cuando ya se vislumbran cinco o seis presuntos finales. Todos mentirosos como es menester en el acto circense de la escritura.
Un sábado cualquiera a las siete de la noche. Quedó el pobre Manuel Escuadra a merced del aire acondicionado y de una lenta oración en la radio de satélite. Música de flamenco. Aunque nacido en Matanzas, Cuba; Manolito, se había convertido en admirador de las palmas, el toque y el cante. No visitaba bulerías, ni tablaos, se lo impedía la timidez social, y ese maldito y constante deseo de poseer a cuanta mujer conociese.
Lo descubrió la pobre María Clorinda, la caleña, ama de casa, eufemismo por sirvienta y amante a la vez, el domingo cuando le traía arepas de choclo, la colada de café, y una botella de aguardiente para entusiasmar a quien no necesitaba de ayuda para fines malsanos. La pobre un supo qué hacer si llamar a la policía y exponerse a que la arrestaron por estar ilegal en el país, o dejar que el cadáver se pudriera solo en el estudio.
María tenía un buen corazón y optó por llamar al 911.
─ ¡Mi patrón parece muerto, no respira ni se mueve!
No la perdonaron, la llevaron al centro de inmigración en Krome, dónde le fijaron una fianza de diez mil dólares que no podía pagar. Se quedó en la cárcel esperando como una idiota el juicio de deportación. Ningún abogado famoso, ni la familia del difunto, la suya permanecía en tierras sureñas, se habían preocupado por ella. El martirio duró casi un año, durante el cual la mujer de cincuenta, con veinte libras por encima de la media, bebió el café aguado y comió el rancho de la prisión. Soportó miradas lascivas de guardianes, y hasta de alguna presa. Se mantuvo fiel a la memoria de Manolito mediante largas conversaciones con el muertito.
La deportaron a Colombia en un vuelo de una línea inexistente junto a decenas de oficiales de inmigración, veinte prostitutas que no cesaban de hacer chistes, catorce albañiles con el rostro aún exhibiendo restos de cemento, cinco vendedores ambulantes silenciosos, y cincuenta sirvientas como ellas, todas risueñas, pensando a que país ir la próxima vez. Las hijas, Clotilde de veinticinco, y Eugenia de veintiuno, la recogieron en el aeropuerto de Cali. Una tarde pluviosa de mayo.
─ ¿Qué va a ser de nosotras? ─decían llorosas las hijas.
─ ¡Ya Dios proveerá! ─le sonreía a la imagen del Manolito, aún aturdido, sentado en un banco del aeropuerto, ignorante de que ya había muerto de una indigestión de camarones comprados en la calle; aunque el parte forense hablase de paro cardíaco.
María Clorinda conocía bien que todo era culpa de la gula del hombre y los malditos mariscos comprados a vendedores ambulantes. Contuvo las ganas de llorar para advertirle a las hijas.
─ ¡Niñas, no coman cosas del mar, están envenenadas!
Clotilde y Eugenia intercambiaban miradas llenas de espanto. Ninguna podía ver la presencia de un hombre con rostro borroso que chocaba con los apurados viajeros en el aeropuerto.
Manuel Escuadra tuvo que esperar cuarenta horas para darse cuenta que no estaba vivo. Había sido en una plaza cuando dos mozalbetes quisieron robarle y las balas disparadas lo atravesaban sin derramar gota de sangre. “Un aparecido”, gritaron enloquecidos al retirarse a toda carrera. Manuel preguntó al cielo:
─ ¿Qué soy? Espíritu penitente.
─¡Estás condenado a escribir por la eternidad tu propia historia que a nadie interesa!
Entonces se dio cuenta que su calvario había recién comenzado.
Etiquetas: nuevo Congreso, relato
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